Perspectivas (CEA)

Para qué sirven (o deberían servir) los bancos centrales

Autor
Martín Lagos
Mes/Año
07/2022

Martín Lagos fue economista jefe de FIEL y de BankBoston, vicepresidente del Banco Central y presidente del Consejo Superior de la Universidad del CEMA. Actualmente es miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso.

En un reciente artículo, Alberto Benegas Lynch sostiene, ya desde el título, que “la banca central necesariamente se equivoca”. Sabemos que hace miles de años los hombres inventaron el dinero como un utilísimo medio para superar el trueque y que, conocido el valor del medio elegido (especies, en el pasado; dólares o euros, ahora) y estabilizada la confianza en el mismo, se lo utilizó y se lo utiliza ampliamente como medida de valor y de denominación de préstamos y deudas.

No se pasó del oro o la plata al Dólar o al Euro en el siglo XX por la angurria de los gobiernos o de sus bancos centrales. Fue un proceso gradual que comenzó hace muchos siglos con la aparición de unos señores llamados banqueros que lograron que muchas personas fueran aceptando los certificados, pagarés o “billetes” por ellos “emitidos” (o las “cuentas” abiertas en sus instituciones) con al menos tanta confianza como la que suscitaban los metales preciosos.

Fueron esos innovadores los que impulsaron la gradual sustitución del dinero-especie por el dinero-crédito y el crecimiento de un negocio de altísimo riesgo (por sus inusualmente altas ratios de deuda a capital y las grandes diferencias entre los plazos de sus activos y de sus pasivos). Dicho crecimiento fue posibilitado por la confianza que inspiraba la “institución banco” (ya que el público nada sabe de lo que hay en el activo de cada banco) y la aceptación generalizada de los pasivos por ella “emitidos” como medios de pago y reservas de valor, lo que suele redundar en una altísima tasa de renovación o permanencia por parte de tenedores y cuentahabientes.

Este modelo de banca (llamada “de reserva fraccionaria”) probó ser, a través de la expansión de su crédito, un gran impulsor del crecimiento económico. Cuando le presto plata a mi vecino, él gastará lo que yo deje de gastar, pero cuando es un banco quien le acredita plata en cuenta a mi vecino (a cambio de la firma de los correspondientes pagarés), él podrá gastar sin que nadie deba dejar de hacerlo. Y llevado adelante con la prudencia necesaria como para que el público no tema la desvalorización de los billetes o las tenencias en cuentas, atraerá buena parte del ahorro y será un gran proveedor de crédito a largo plazo.

Ahora, claro, los bancos son estructuras no apoyadas en acero o concreto, sino en delicadas redes de confianza. Basta que la confianza en un banco se debilite para que el mismo se vea obligado a contraer sus préstamos y, si por contagio, la desconfianza se extendiera a otras instituciones, la contracción será del conjunto. La angurria, la corrupción, la ignorancia, la falta de experiencia y/o el error de cálculo están presentes en todas las actividades, pero en ninguna tienen consecuencias más graves que en la banca. Así se originan quiebras individuales, pero que afectan a cantidades importantes de personas, hasta crisis nacionales o globales. Tenemos memorias vívidas de las globales de 1929/33 o 2007/2009, pero hay decenas de casos nacionales o globales de menor entidad o repercusión.

¿Y los bancos centrales? Algunas crisis bancarias pudieron detenerse o contenerse mediante la intervención de un banco con prestigio bien ganado y/o con algún privilegio estatal. Como ejemplo del primer caso se puede mencionar a J.P. Morgan conteniendo en 1907 una crisis bancaria en los EE.UU. que amagaba convertirse en sistémica. Pero en otros casos han actuado bancos de alguna manera especializados en la materia o con ciertos privilegios que devinieron, con el tiempo, en los actuales bancos centrales.

Suecia e Inglaterra fueron pioneros, ya en el siglo XVII, en tener bancos de esta naturaleza, con facilidades para asistir a bancos transitoriamente ilíquidos. ¿Por qué los depositantes de estos bancos aceptarían billetes (o cuentas) del Sveriges Riksbank (1668) o del Bank of England (1694) en vez de exigir oro? Porque – y más allá del prestigio acumulado – los pasivos (o sea, el dinero) emitidos por estos últimos tenían “curso legal”, un privilegio legislado y otorgado por el Príncipe por el cual los pagos realizados con este dinero cancelan definitivamente la obligación de un deudor con un acreedor, sin que el acreedor pueda exigir metal.

Aquí sí aparecen el Príncipe o el Estado y su eventual angurria. ¿Podría ser que por otorgarle a las emisiones de un banco el privilegio del curso legal le exija a cambio préstamos en cantidades imprudentes? Obviamente que sí, siendo este el caso en muchas latitudes, empezando en Francia por el Banque Royale (1716), cuyas emisiones fracasaron ya que el banco estaba abrumado por los préstamos que le exigía Luis XIV. Fracasos como este explican por qué la Constitución de los EE.UU. prohibió a los gobiernos federales (hasta 1863) dar curso legal a nada que no fuera metal.

No es este el lugar para para recorrer en detalle la rica y compleja historia bancaria y monetaria del mundo. Pero para ir llegando a algunas conclusiones debe señalarse que los bancos centrales no solo tienen que ser muy prudentes con su emisión, sino que, contra la posibilidad de prestar dinero a bancos comerciales, deben ser implacable en exigirles a estos una muy elevada calidad de sus carteras. En los cursos de Dinero me enseñaron que los bancos centrales debían cuidar el ritmo al cual crecía la cantidad de dinero emitido (el propio y el emitido por la banca comercial). La experiencia de tantas crisis me hace enseñar a los alumnos que tan importante como la cantidad es la calidad de los activos que subyacen al dinero.

No creo que “la banca central necesariamente se equivoca”. En sus 300 años de vida y en los cerca de 200 países en los cuales existe hay decenas o centenas de casos de aciertos y otros tantos de errores. El desempeño depende crucialmente de la integridad, el carácter y la independencia de su conducción. Si están liderados por profesionales calificados y experimentados, con los poderes adecuados, libres de presiones políticas, de los lobbies sectoriales, así como de rígidas ideologías, entonces habrá lugar para la oportuna toma de decisiones. Por el contrario, si sus autoridades están sujetas a presiones y/o carecen de la calificación adecuada, de la independencia y de los poderes necesarios, entonces fracasarán sin atenuantes. Y no hace falta repasar el triste caso de nuestro país. La crisis bancaria desatada en los EE.UU. a fines de 2007 (que se extendió por el mundo) es un caso flagrante de fracaso de la supervisión por razones ideológicas y políticas.

¿Por qué no estudiar y copiar las experiencias exitosas? Al pronunciarme de esta manera corro con la desventaja de defender una institución que, por los 300 años que lleva de existencia y por horribles casos particulares, como el de nuestro país, ofrece muchos flancos débiles para ser atacada. Quienes proponen alternativas tienen la ventaja de que sus ideas no han sido probadas.