Escuelas cerradas: el costo que seguimos pagando

Las decisiones tomadas en nombre de la emergencia sanitaria durante la pandemia siguen teniendo consecuencias. Una de las más controversiales, por su impacto y la débil evidencia que la sustentó, fue el cierre prolongado de las escuelas.
A cinco años del inicio de la pandemia, pareciera que nunca hubiese existido: nuestra mente busca protegernos del recuerdo de una experiencia tan extrema. Sin embargo, las decisiones tomadas en nombre de la emergencia sanitaria siguen teniendo consecuencias. Una de las más controversiales, por su impacto y la débil evidencia que la sustentó, fue el cierre prolongado de las escuelas. Si bien al principio existía incertidumbre sobre la naturaleza del virus, hoy sabemos que el costo de mantener las aulas vacías fue mucho mayor que el riesgo de contagios, con consecuencias que persisten hasta hoy.
Un artículo publicado en The New Yorker, el pasado 30 de abril, reconstruye el proceso por el cual millones de estudiantes en Estados Unidos quedaron fuera de las aulas por más de un año, y denuncia que muchas de las decisiones no estuvieron guiadas por la ciencia, sino por la política y la presión sindical.
Por ejemplo, recuerda que ya en junio de 2020, la Academia Americana de Pediatría (AAP) recomendaba enfáticamente el regreso a la presencialidad, alertando sobre las graves consecuencias del cierre prolongado: retrocesos cognitivos, afectaciones emocionales, desigualdades crecientes y riesgos de deserción escolar. La AAP era clara: los beneficios de mantener abiertas las escuelas superaban ampliamente los riesgos para los niños, quienes rara vez cursaban cuadros severos y no eran grandes transmisores del virus.
Lamentablemente, la experiencia argentina no fue distinta. La suspensión de clases presenciales se extendió durante todo 2020 y en 2021 muchas provincias retrasaron injustificadamente el regreso a las aulas, aun cuando la experiencia internacional ya mostraba que con protocolos básicos y ventilación adecuada era posible retomar la presencialidad sin un aumento significativo de contagios.
Los resultados están a la vista. La virtualidad resultó ser, como se advirtió desde un primer momento, un privilegio de clase. Mientras algunos niños accedían a clases por Zoom, conectividad estable y acompañamiento en el hogar, otros no tenían siquiera una computadora o un espacio adecuado para estudiar.
La prolongación del cierre escolar en nuestro país respondió, en gran medida, a una combinación de intereses gremiales y temores políticos. Fue más fácil mantener las escuelas cerradas que enfrentar un conflicto con los sindicatos docentes. Se aceptó, sin mayor discusión, que el riesgo era demasiado alto, cuando la evidencia internacional ya mostraba que el verdadero costo era el que estaban pagando los niños, especialmente los más vulnerables.
En muchos casos, criticar el cierre de escuelas era leído como una postura negacionista o insensible. Sin embargo, se debe reconocer la gravedad de la pandemia sin dejar de señalar que algunas medidas fueron desproporcionadas, o directamente equivocadas. La educación no debió haber sido la variable de ajuste. No lo fue en países que, como Suecia, priorizaron el bienestar infantil. Sí lo fue, vergonzosamente, en el nuestro.
Algunos argumentan que fue una decisión comprensible, tomada en un contexto de incertidumbre. Puede ser. Pero lo que resulta injustificable es que, una vez conocida la evidencia, no se haya corregido el rumbo. Que durante 2021 muchas provincias hayan mantenido un régimen híbrido o discontinuo, aun cuando otras actividades —como el transporte público, los comercios e incluso los casinos— ya funcionaban, habla de una jerarquización perversa de prioridades.
No se trata de buscar culpables, sino de asumir responsabilidades. Y, sobre todo, de aprender. Porque si no reconocemos los errores, estamos condenados a repetirlos. Una sociedad que tolera que sus escuelas reabran luego que sus bares, que acepta que sus niños pierdan más de un año de aprendizaje, pero no que sus adultos pospongan un espectáculo o un viaje, es una sociedad que ha perdido el sentido de lo importante.
Es claro que existe una forma de negacionismo que minimiza el impacto de las decisiones tomadas durante la pandemia. Como si hablar de los costos de los cierres fuera un gesto de egoísmo o de insensibilidad. Nada más alejado de la realidad. Reconocer el daño causado por la interrupción de la presencialidad es un acto de honestidad intelectual y, sobre todo, un acto de justicia hacia los chicos que más lo sufrieron.
No podemos cambiar el pasado, pero sí podemos aprender de él para que nunca más la educación sea la variable de ajuste. La pandemia existió, y la violación del derecho a la educación de nuestros niños y jóvenes también. Los resultados de las pruebas Aprender son apenas una de las muchas evidencias de ello.
(*) Edgardo Zablotsky es miembro de la Academia Nacional de Educación y Rector de la Universidad del CEMA